Reverendo padre D.
Bartolomé Pérez Araque, cura párroco de iglesia de San Pedro y San Pablo de
Quesada. Excelentísimo Señor Alcalde de Quesada, don Manuel Vallejo Laso.
Ilustrísimos señores presidentes de las cofradías y hermanos cofrades de la
ciudad de Quesada. Un saludo muy
especial a la cofradía del Santo Cristo de la Vera Cruz y Nuestra Señora del
Mayor Dolor, que este año cumple el cuatrocientos sesenta aniversario de su
fundación.
Vamos a vivir dentro de
unos días la Semana Santa. Conmemoramos de este modo la Resurrección de
Jesucristo, tras el desenlace final que tuvo en la Cruz como el último acto de
su vida pública.
Cuando éramos pequeños y nos
llevaban de la mano a la escuela y estudiábamos el catecismo, nos encontrábamos
con una gran pregunta ¿Cuál es la insignia y señal del cristiano? La insignia y
señal del cristiano es la Santa Cruz. La Cruz donde murió nuestro Señor
Jesucristo, Dios reencarnado hombre. E inmediatamente nos hacíamos la siguiente
reflexión: ¿Cómo puede ser que el Creador, el Todopoderoso, el que no tiene
principio ni fin, aquel que es Espíritu Puro y que sólo es apreciable a través
de la magnitud de sus obras, pueda morir en una cruz? Sí, fue posible; fue posible
y necesario ante la ceguera por parte del hombre de ver la existencia viva de
Dios en su alma. Para mostrarnos que estamos hechos a su imagen y semejanza y
que habita en nuestro corazón. Fue posible para decirnos que el pecado tiene
perdón, que no podemos seguir viviendo con esos sentimientos de culpa que
coartan nuestra forma de actuar. Que ante un quebrantamiento de ley o las
normas, de la índole que fuera, que absolutamente todo ser humano comete, es posible
un arrepentimiento profundo y sincero cuya recompensa es el perdón y la paz. He
ahí el motivo de la reencarnación de Dios como hombre en la persona de
Jesucristo, hombre y hermano nuestro. Fue posible y necesario para darnos un
lenguaje nuevo de la ley. Para cambiar el “ojo por ojo y diente por diente” por
el “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Fue posible y necesario para cambiar el
“ama a Dios y odia a tu enemigo” por el “ama a tu enemigo, bendice al que te
maldice y ora por el que te persigue”. Vino a nosotros para despertarnos a la
realidad de que Él vive en el corazón de las personas que lo buscan.
Y ahí tenemos a la figura de Cristo, el ungido, que viene
a implantar el Reino de Dios y se presta a iniciar su vida pública en aquella
conocida escena del bautismo que cuentan
los evangelios, en el Jordán de manos del Bautista. Narran los cuatro
evangelistas que descendió una paloma sobre Él, se abrieron los cielos y una
voz dijo: “Tú eres mi hijo amado, en ti tengo puestas todas mis complacencias”.
La escena nos revela a Dios como Padre. Vemos
cómo la paternidad de Dios se nos
muestra desde el mismo comienzo de la vida pública de Jesús.
Rara vez el Antiguo Testamento se refiere a Dios con
la palabra Padre. Jesús, en cambio, hace de ella su designación favorita. Más
aún, lo invocó como Abba, voz aramea
que se traduce por confiada proximidad a Dios, un tratamiento demasiado
atrevido y familiar para el judaísmo de aquella época. Jesús anuncia al Dios de
las Escrituras, al Dios bíblico, pero también a un Dios diferente. No el Dios
de justicia que bendice a los santos y maldice a los impíos, sino un Padre que
se compadece de sus hijos, justos o injustos, y siente una inmensa preferencia
por los pobres y pecadores.
«Dios rico en misericordia» es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre y nos lo ha hecho saber. Conocido es el pasaje evangélico en el que Felipe, uno de los doce, dirigiéndose a Cristo, le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta»; Jesús le respondió: ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mi ha visto al Padre
Jesús, desde que
inicia el contacto con el pueblo, percibe el doloroso contraste existente entre
la paternidad del Abba benevolente, y
la cruel injusticia del mundo con sus hijos, que sufren y mueren sin esperanza.
Predica la llegada del reino de Dios; las parábolas hablan de la proximidad de
un nuevo cielo y una nueva tierra para los cansados y agobiados de este mundo.
Un acontecimiento que se anticipa mediante los actos de Jesús con enfermos y
pecadores, a unos los cura aliviándoles el dolor, a los otros los recibe en su
mesa.
Jesús predica el
nuevo reino, el renacer a una nueva vida, la reconversión de los hombres a la
fe de Dios. Un reino que no es de este mundo (Juan, 18, 36-37) pero vino a este mundo a instalarse en el
corazón de los hombres.
El mundo es mundano y
Dios no interviene en las obras de los hombres, porque los ha hecho libres para
hacer el bien o para hacer el mal. Dios está en el corazón y en la voluntad de
los hombres que lo buscan. El hombre hace el bien o hace el mal, según los
dictados de su corazón donde se aloja su fe. Vemos cómo Jesús perdona los
pecados, pero mediante la fe que muestra el arrepentido. Jesús cura a los
enfermos, pero a todos los despacha de la misma manera: “tu fe te ha curado”. A
la hermanas de Lázaro les dice lo mismo: “si verdaderamente creéis, si tenéis
fe, resucitará”. Vivimos en Dios por medio de la fe.
El reino de Dios se
implanta en el mundo, pero va al corazón de los hombres que les induce al amor,
al perdón y a las buenas obras; a la solidaridad, a la justicia, a la caridad y
al compromiso con los más necesitados. Dios no interviene en las guerras, ni en
la violencia, ni en las obras de los hombres, porque Dios no tiene manos. Dios
tiene todas las manos de los hombres que viven el reino de Dios en su corazón.
Dios no intervino en el
Huerto de los Olivos, ni en los últimos momentos amargos de la Cruz, porque
Cristo vino a resucitar. Era necesaria la Resurrección para imbuirnos el
Espíritu de Dios que debe reinar en el corazón de los hombres.
Esta es, queridos
hermanos cofrades, la Semana Santa que vamos a conmemorar dentro de unos días.
Por tanto he aquí la Pasión
y la Cruz de Jesucristo. La Cruz que es la insignia y señal del cristiano, que
nos enseñaron en el catecismo.
Desde la historia
real de la Pasión, narrada e interpretada por los cuatro evangelistas, dura y
cruel, hasta la actualidad, este gran misterio no ha parado de asombrar a los
hombres que con él se encuentran en el camino de su vida. Ese acto de
salvación, cumbre de todo asombro humano,
ha adoptado figuras expresivas que se han ido transmitiendo en múltiples formas.
En muchos es sólo palabra interior que se traduce en sentimientos, emociones, pensamientos que se van hilvanando, acompasadamente,
con el mismo ritmo del vivir. A veces, el drama de la Pasión, se transmite con palabras pobres y sencillas
en los labios de las madres, o con gestos elementales y cálidos en los rostros
y en los ojos de los niños. Y cuántas veces, desde los primeros siglos de la
era cristiana, ha resonado la Pasión de Jesucristo en los labios de los grandes
o humildes predicadores, de los catequistas, en las homilías, o en los escritos
de los teólogos, en los loas y motetes
de los cánticos monacales, en las revelaciones de los místicos y en la prosa de
los maestros espirituales más refinados ¡Con cuánta conmoción!, no pocas veces,
las mismas lágrimas han descrito los
misterios de la Pasión.
La Pasión del Señor ha sido representada o escenificada, siglo tras siglo, en la pintura, en la escultura, en la poesía y en el teatro. En el viacrucis de piedra o en las alegorías que cuelgan en desnudas paredes de las grandes catedrales o de las humildes iglesias de pueblo. O en ese otro viacrucis conmovedor y palpitante, representado por personas vivas, todavía hoy existente en algunos pueblos cristianos perseguidos. Ha sido interpretada con amor y emoción en las miniaturas de los manuscritos y en los grandes retablos de los artistas del Renacimiento y del Barroco. Los poetas y los literatos, los músicos, los orfebres y las bordadoras, los cineastas y los cantautores han impreso en su arte con primor y emoción los grandes misterios que envuelve la Pasión de Jesús. Unos captan mejor una escena, otros otra. Unos se fijan en algún detalle, para otros vale más el conjunto. Unos usan el pincel, otros la aguja. Unos interpretan con la gubia, otros con la cámara cinematográfica. Cada autor contribuye con su creatividad específica a comprender mejor la belleza imponderable del Gran Misterio en su totalidad, para gozo de los hombres que lo contemplan.
La Pasión del Señor ha sido representada o escenificada, siglo tras siglo, en la pintura, en la escultura, en la poesía y en el teatro. En el viacrucis de piedra o en las alegorías que cuelgan en desnudas paredes de las grandes catedrales o de las humildes iglesias de pueblo. O en ese otro viacrucis conmovedor y palpitante, representado por personas vivas, todavía hoy existente en algunos pueblos cristianos perseguidos. Ha sido interpretada con amor y emoción en las miniaturas de los manuscritos y en los grandes retablos de los artistas del Renacimiento y del Barroco. Los poetas y los literatos, los músicos, los orfebres y las bordadoras, los cineastas y los cantautores han impreso en su arte con primor y emoción los grandes misterios que envuelve la Pasión de Jesús. Unos captan mejor una escena, otros otra. Unos se fijan en algún detalle, para otros vale más el conjunto. Unos usan el pincel, otros la aguja. Unos interpretan con la gubia, otros con la cámara cinematográfica. Cada autor contribuye con su creatividad específica a comprender mejor la belleza imponderable del Gran Misterio en su totalidad, para gozo de los hombres que lo contemplan.
Todas se quedan en el largo camino de la interpretación infinita y pretenden llegar al corazón, a la sensibilidad del hombre y tocar sus fibras más íntimamente humanas y cristianas, despertar la admiración, el agradecimiento y al amor a quien por nosotros ha sufrido el indecible martirio. Puede afirmarse que todo hombre es regenerado en el Huerto de los Olivos y en el Calvario; es hijo del dolor de la Redención. A este hombre nuevo, redimido y nacido en la Resurrección, se orientan las interpretaciones llevadas a cabo cada una en su propia época.
Desde
los primeros años de la Cristiandad se viene conmemorando con fidelidad lo que
se ha transmitido por medio del Evangelio. Es curioso el primer relato escrito
en el siglo IV por una dama religiosa gallega, Egeria o Eteria, en el
itinerario de su peregrinación que le llevó a recorrer gran parte de aquellos
80.000 kilómetros de calzadas romanas de un imperio que ya había entrado en
pleno ocaso. Narra en sus páginas las ceremonias de fieles y clérigos que
presenció en Jerusalén para revivir “in situ” la pasión y muerte de Cristo. Se
leen, de los profetas, los pasajes que predijeron la Pasión del Señor, y se
leen los Evangelios. En definitiva, aquí se nos cuenta cómo los fieles de la
Iglesia de Jerusalén intentan actualizar
y revivir los misterios de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Es un hecho, conocido por
todos y que me gustaría recordar, acaecido en aquella época, en el año 326,
cuando fue hallada la Cruz de Cristo, en unas excavaciones llevadas a cabo en
el monte Calvario, ordenadas por Santa Elena, madre del emperador Constantino.
Desde entonces se instaura la Cruz como símbolo y señal del cristiano, que nos
dice el catecismo y donde arranca la devoción al Cristo de la Santa Vera Cruz.
El
deseo de participar en el magno drama la Cruz, descrito en los Evangelios, era
indudablemente sentido por toda la cristiandad, y empieza a brotar con pujanza
en Occidente, a partir del siglo X.
A
lo largo de la Edad Media, los Padres de la Iglesia favorecen la incorporación
del canto y la música en la liturgia y reconocen el valor pedagógico y
catequizante de la representación o puesta en escena de las verdades
cristianas. El cristianismo medieval nos legó un drama litúrgico que abrió paso
al teatro y a las representaciones religiosas del Renacimiento y el Barroco.
Vemos cómo para transmitir
el mensaje de Cristo la Iglesia tiene necesidad del arte. De hecho, los temas religiosos
son los más tratados en todas las épocas. Cómo se empobrecería el arte si se
pasara por alto el filón inagotable del Evangelio.
A partir del Concilio de
Trento, en el XVI, en plena efervescencia de nuestro Siglo de Oro, hay un nuevo
aire en la Iglesia. Nuevas órdenes religiosas salen a la luz y las existentes
están en pleno período expansivo. Se da un empujón a la liturgia, a la
frecuencia de los sacramentos, a los ejercicios de piedad; se fomentan las
devociones populares, se revitaliza el culto a las imágenes, a los santos y a
las reliquias; Se aumentan las
procesiones del Corpus Christi y surgen los autos sacramentales y las
procesiones de Semana Santa.
Es aquí, estimados
hermanos cofrades, donde tiene sus raíces la Semana Santa de Quesada. A partir
de aquí se han ido creando, una tras otra, las procesiones y las cofradías que hoy
lucen con fervor y recogimiento las calles de esta histórica ciudad serrana de Quesada.
La Semana Santa es una tradición de la manifestación popular de nuestra fe, que
hemos de cuidar y fomentar para poderla transmitir a las generaciones
venideras. Un pueblo que pierde sus tradiciones, pierde sus raíces, pierde su
identidad, su personalidad y su razón de ser y se entrega sin pena ni gloria a
veleidades ajenas y efímeras, que nada tienen que ver con unos valores
consolidados, sólidos y firmes en los que se fundamentan toda una civilización
y la cultura cristiana, creyente y no creyente.
Estimados hermanos
cofrades, desde que se tiene conocimiento de la celebración de la Semana Santa,
desde el concilio de Trento, como he dicho antes, que tiene lugar entre los
años de 1.545 y 1.563, Quesada ocupa un
lugar preponderante en la representación de la Pasión de Cristo.
Existen documentos
fechados el 28 de noviembre del año 1.554, justamente en medio del debate
conciliar, por los que se crea la
Hermandad de la Santa Vera Cruz en Quesada. Como podemos observar, estamos conmemorando
el cuatrocientos sesenta aniversario de la fundación de la cofradía de la Santa
Vera Cruz de Quesada. Felicidades Quesada, felicidades hermanos cofrades todos,
especialmente a los componentes de esta cofradía y a la persona de su
presidente, Joaquín Cruz.
Estimado Joaquín, tienes
un gran reto por delante. Te han adjudicado llevar la responsabilidad de esta
secular cofradía de Semana Santa. Los acontecimientos te han legado la custodia
de una documentación, unos manuscritos que acreditan a la Vera Cruz, como la
más antigua cofradía de nazarenos de Quesada y que se encuentra entre las dos o
tres más antiguas de toda la provincia de Jaén. Es una preciada herencia que ha
caído en las mejores manos en el momento oportuno: en poder de una persona,
como tú, especialista en Historia Medieval, para seguir sacando a la luz datos
inéditos para recomponer la historia y la tradición de esta antigua procesión
del Crucificado. A través de ellos conocemos que su fundación tuvo lugar en la
iglesia de la Purísima Concepción, popularmente conocida como del Hospital, en
la fecha antes mencionada del 28 de noviembre de 1554. La cofradía tenía 26
capítulos y 200 hermanos. La procesión se hacía en Jueves Santo y se la conocía
como “Procesión de Disciplina”. Que los penitentes vestían de blanco riguroso y
ya eran conocidos popularmente como “los blancos”, y que llevaban
velas o antorchas,”las candelas””. La hermandad estaba compuesta por personas
muy humildes y a las mujeres les estaba vedada la pertenencia, aunque en caso
de fallecimiento del marido tenían derecho a una remuneración económica. Que
también solían acompañar al Cristo de la Vera Cruz los penitentes llamados
“disciplinantes”, y que, en
contraposición de la vestimenta de “los blancos”, los disciplinantes vestían de
negro, con capucha; la espalda descubierta para azotarse con el flagelo, su
identidad no era revelada y era un secreto de por vida. No cabe duda que, desde
todo punto de vista, era una penitencia
dolorosa y sangrante, por lo que estaba estipulado hacerse la cura de las
heridas con un ungüento oleoso.
Durante los siglos XVI y
XVII la cofradía se consolida y aumenta en fervor y en el número de hermanos. A
la Cruz se le añade la figura del Crucificado. Una talla destruida en el año
1936 y que muchos especialistas atribuían al gran escultor jiennense, nacido en
Alcalá la Real, Juan Martínez Montañés.
Al igual que en el resto
de España, durante el Renacimiento y el Barroco, la figura de la Cruz y el
Crucificado sobresale como preferente en la devoción de las procesiones de
Semana Santa. Es rara la ciudad o comunidad cristiana que no cuente con su
Cristo de la Vera Cruz. Los más destacados escultores, pintores, poetas y escritores
le dedican lo más granado de sus creaciones artísticas o literarias a la
insignia de la Cruz: Calderón de la Barca, Lope de Vega, Jiménez de Cisneros,
San Juan de Ávila, San Ignacio de Loyola, Francisco de Osuna, Fray Luís de
León, San Juan de la Cruz…, imposible seguir. Faltaría espacio
Quiero
sacar una recreación poética que tiene por protagonista la insignia de la Cruz.
Es ésta, cuya autora, es la gran santa abulense, Santa Teresa de Jesús, que en
varias ocasiones recorrió caminos de nuestra provincia para visitar o fundar
conventos de la orden carmelitana. Dice así:
En
la Cruz está la vida
Y el consuelo
Y ella sola es el camino
Para el cielo
Toma, alma mía la Cruz,
Con gran consuelo, que ella es el
camino
Para el cielo
Sería
considerablemente laborioso y complicado
entresacar siquiera una somera muestra representativa entre las mejores creaciones
poéticas referidas a la Cruz. Pero no puedo sustraerme a la tentación de
exponer una que está considerada como de las mejores poesías de lengua
castellana, de autor anónimo, aunque su autoría, estudiosos literarios del
género, la atribuyen indistintamente a San Juan de Ávila, al agustino Miguel de
Guevara, a Antonio de Rojas, a la misma Santa Teresa de Jesús, incluso a Lope
de Vega. Aunque, en mi opinión, yo veo en ella la expresión mística de nuestro gran
santo Juan de la Cruz, muerto en Úbeda.
Dice
así:
No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera
La
Santa Vera Cruz de Quesada lleva procesionando su paso año tras año, casi cinco
siglos, a excepción de aquella pausa de todos conocida, pero que no fue tal
porque la procesión cada quesadeño la ha vivido y la vive por dentro. Uniéndose
así al dolor de la Madre de Cristo, no en vano desde los primero años de la era
cristiana la Virgen María ha estado presente en el pueblo de Quesada.
Recordemos que fue San Isicio, uno de los varones apostólicos que acompañaron a
Santiago Apóstol en la evangelización de la Península, quien nos legó la
venerada imagen de la Virgen María: “Nuestra Señora de Tíscar”, coronada en
1954 Patrona de la ciudad de Quesada y de todo el Adelantado de Cazorla. Es por
ello que en el año 1960, la cofradía de
la Santa Vera Cruz incorpora la imagen de la Virgen María en su desfile
procesional del Viernes Santo: “Nuestra Señora del Mayor Dolor”. Se cumplía de
este modo una secular aspiración de la cofradía, que la madre Dolorosa de Cristo estuviera
presente en el drama de la Cruz, como cuentan los Evangelios. Una tragedia que
se inicia en el camino de la amargura, donde la virgen María sigue cada uno de
los pasos de su hijo, observa impotente, desde el anonimato de la muchedumbre,
cada uno de los insultos, de los bofetones, cada espina clavada, cada una de
las caídas, cada gota de sangre derramada. Un camino que ya irremisiblemente va a terminar en la Cruz.
Quisiera
recitar unos versos que reflejan la amargura y el estado anímico de una madre
que ve cómo su hijo camina inexorablemente hacia la muerte en la Cruz. Es una
composición literaria, un poema, llevado a la zarzuela por el gran maestro José
Serrano. Y que hace brotar la admiración y el estupor desde lo más profundo del
sentimiento humano. Dice así:
La roca fría del Calvario
se oculta en negra nube. Por un sendero solitario la Virgen Madre sube. Camina, y es su cara morena flor de azucena que ha perdido el color. Y en su pecho, lacerado, se han clavado las espinas del dolor. Su cuerpo vacilante se dobla al peso de la pena; pero sigue adelante. Camina, y sus labios de hielo besan el suelo, donde brota una flor en cada gota de sangre derramada por Jesús el Redentor. Sombra peregrina, emblema del amor hecho luz, camina, camina ligera que el Hijo la espera muerto en la Cruz. |
||
Desde una loma del sendero,
la Virgen, caminante, ve la silueta del madero y al Hijo agonizante. Y llora Su callado tormento con un lamento que no puede vencer. Es el grito desgarrado arrancado a su carne de mujer. Divina estrella, sobre la huella del humano dolor, triste camina, camina llorosa la Madre Dolorosa del Redentor. |
||
Y finalmente
llega al extremo del camino, donde Jesús ya está colgado en el madero de la Cruz. A los pies,
la Virgen María con sus incondicionales y con Juan Evangelista como
representante de todo el género humano, según las propias palabras del
Redentor: Mujer, he ahí a tu hijo. Y luego mirando a Juan, al discípulo amado,
le dice: He ahí a tu madre.
El gran poeta
palentino, Gómez Manrique, al que muchos biógrafos señalan su nacimiento en
nuestra vecina localidad serrana de Segura de la Sierra, tiene una obra: “Lamentaciones
hechas para Semana Santa”, en la que dedica unos versos a la Virgen María, que
revelan una sensibilidad fascinante precisamente en esos momentos duros,
cruciales, del máximo dolor. Un dolor que sólo puede soportar una madre.
Los voy a
recitar, y con ellos doy por finalizado este pregón de Semana Santa. Se los ofrezco
en nombre de todos a Nuestra Señora del Mayor Dolor. Dice así:
¡Ay dolor, dolor, dolor…,
por mi Hijo y mi Señor!
por mi Hijo y mi Señor!
Yo soy aquella María
del linaje de David:
¡Oíd, hermanos, oíd
la gran desventura mía!
¡Ay dolor…!
del linaje de David:
¡Oíd, hermanos, oíd
la gran desventura mía!
¡Ay dolor…!
A mí me dijo Gabriel
que el Señor era conmigo,
y me dejó sin abrigo
más amarga que la hiel.
Díjome que era bendita
entre todas las nacidas,
y soy de las doloridas
la más triste y afligida.
¡Ay dolor…!
Decid, hombres que corréis
por la vida mundanal,
decidme si visto habéis
igual dolor que mi mal.
Y vosotras que tenéis
padres, hijos y maridos,
ayudadme con gemidos,
si es que mejor no podéis.
¡Ay dolor…!
Decid, hombres que corréis
por la vida mundanal,
decidme si visto habéis
igual dolor que mi mal.
Y vosotras que tenéis
padres, hijos y maridos,
ayudadme con gemidos,
si es que mejor no podéis.
¡Ay dolor…!
Llorad conmigo, casadas;
llorad conmigo, doncellas,
Pues no veis las estrellas
Oscuras y antes bellas,
Mirad el templo partido,
La luna sin claridad,
Llorad conmigo, llorad
Un dolor tan compungido
¡Ay dolor…!
Llore
conmigo la gente,
alegres y atribulados,
por lavar cuyos pecados
mataron al Inocente.
¡Mataron a mi Señor,
mi Redentor verdadero!
¡Cuídado!, ¿Cómo no muero
con tan extremo dolor?
¡Ay dolor…!
alegres y atribulados,
por lavar cuyos pecados
mataron al Inocente.
¡Mataron a mi Señor,
mi Redentor verdadero!
¡Cuídado!, ¿Cómo no muero
con tan extremo dolor?
¡Ay dolor…!
Y finalizo mi
intervención, con el final del poema. La oración del Evangelista, el
discípulo amado de Jesús, compañero inseparable de María, en aquellos
trágicos momentos al pie de la Cruz.
Señora, santa María,
déjame llorar contigo, pues muere mi Dios y mi amigo, y muerta está mi alegría. |
||