Los miércoles, macuto (1)
Los miércoles me dedico a patear, mochila a la espalda,
por la sierra; por lo general sitios de inigualable belleza, que me despertaron
a una desconocida sensibilidad y donde quedaron anclados mis sentimientos. Lugares
que un día recorrí y me prometí procurar no olvidarlos jamás. Ahora recupero
aquellas vivencias que fui guardando, plenamente consciente de la singularidad
del paisaje y del momento, en ese ordenador portátil que llevamos encima de los
hombros, con la viva esperanza de un día, con la madurez y el sosiego que
otorgan los años cumplidos, sacar a la luz controversias conmigo mismo,
conclusiones no finiquitadas, incógnitas surgidas tras la resolución de otras,
horizontes lejanos que aparecen más allá de los que acabas de alcanzar, novedades
inmaculadas que pronto se tornan
mancilladas, dudas eternas que has ido aparcando aún sin despejar. Interiorizaba mis reflexiones en aquella soledad
voluntariamente impuesta, exactamente igual a la de ahora: una reincidente
caminata que te deja el cuerpo muy próximo a la extenuación y pone a las
neuronas cavilando al rojo vivo. Con esa facha (tómese el término taxativamente
con la definición del diccionario y no con la que tú y yo estamos pensando, tan
del regusto de los de siempre) y con ese bagaje en el morral, me abandono de
sol a sol en mi paraíso serrano, acompasado por el rumor del aire que silba en las
acículas de los pinos.
El pasado día veintidós de noviembre se cumplieron los
cincuenta años de la muerte del presidente Kennedy. Llevaba este recordatorio
en mi excursión del miércoles de esa semana en el zurrón. Cincuenta “añazos” ya;
cómo pasa el tiempo. Recuerdo que fue en
la portada del ABC en el quiosco de la esquina donde vi aquella impactante noticia
cuando me dirigía al trabajo. No pude detenerme mucho, eran ya las ocho de la
mañana y tenía que fichar. A la salida quedé enterado de todo lo que se sabía después
de algo más de veinticuatro horas del suceso, que tampoco era mucho.
Todos los acontecimientos políticos me interesaban
sobremanera en aquel tiempo. Era una auténtica adicción que venía arrastrando
desde los tiempos de la SAFA y que compartía, principalmente, con mi amigo
Maldonado Prenafeta, el mayor de los dos hermanos, cuyo nombre no recuerdo. Al
ser yo externo podía seguir las noticias en la radio de mi casa, algo imposible
para él. A las tres de la tarde y diez de la noche estaba siempre con la oreja
puesta en el Telefunken, un armatoste de radio con “ojo mágico y ocho
lámparas”. No sabía exactamente qué significaba todo eso, pero dicho con cierta soltura
impresionaba. El “parte” siempre acababa de la misma manera, con el cornetín de
órdenes, a estilo cuartel, y los preceptivos “Viva Franco y Arriba España” seguidos del Himno
Nacional. Con ese sistema estábamos al
día de la política internacional, sabiendo todos los dirigentes de las naciones
del mundo y seguimos al pie de la letra la Guerra del Sinaí y la
nacionalización por Egipto del Canal de Suez, en 1956.
Seguirá