Capítulo 1
El otro día fui a
Barcelona. Suelo ir con relativa frecuencia, más o menos un año de cadencia,
para pasar la revisión rutinaria que me hacen en la clínica Barraquer como
consecuencia de dos trasplantes de córnea a la que he sido sometido -en el
mismo ojo-, uno en el año 2000 y el otro en el 2010. Al parecer, la córnea es
el único órgano del cuerpo que no renueva las células, por lo que puede
afirmarse que todos los trasplantes de la tal tienen fecha de caducidad. Como
creo que ya se sabe, los trasplantes se hacen con órganos procedentes de
donaciones anónimas; al menos los de
córnea, por propia experiencia, puedo dar fe de ello.
Quiero aprovechar para subrayar
que, en lo que se refiere a córnea, la clínica Barraquer es de lo mejor del
mundo. SÍ, del mundo, pues las aportaciones científicas en este campo tanto en
lo que se refiere a innovaciones de técnicas operatorias como a material
quirúrgico, son referencia obligada en Oftalmología. Sin olvidar que fue el fundador
del Banco de Ojos para el tratamiento de la Ceguera. Y algo que también tiene
una importancia capital: la asistencia médica está cubierta por Muface a través
de las mutuas que esta entidad tiene concertadas, en mi caso concreto por
Adeslas. Decir con respecto a esto que mi primer trasplante hubiera superado el
coste de dos millones de pesetas.
Creo que me puedo
considerar un afortunado el haber caído en manos del doctor Rafael Ignacio
Barraquer Compte, bisnieto del fundador de la dinastía. Su calidad científica y
humana son francamente encomiables, como me lo tiene suficientemente demostrado
a lo largo de los más de trece años que hace que lo conozco.Para mí un viaje a Barcelona es francamente una auténtica gozada. Supone liberarme, aunque solo sea por dos o tres días, de la rutina diaria, onerosa hasta más no poder, a la que me tienen sometido los deberes familiares. Por eso, con sólo el recuerdo de su proximidad, me va creando cierta ilusión y me alegra la vida; no sólo a mí, también a dos de mis hijas y a mi única nieta que residen relativamente cerca.
No todos los viajes me permiten el “dispendio” de disfrutar de dos o tres días fuera de casa, ya que salgo de regreso el mismo día de llegada a Barcelona una vez concluido el objetivo del viaje. Ese es el motivo de no haber podido quedar con algún que otro amigo a quienes tengo prometido que les avisaría en uno de mis viajes. En el próximo viaje lo haré, lástima que habrá que esperar todo un año.
En esta ocasión iba
acompañado con unos regalillos, esmerada y pulcramente envueltos en el preceptivo
papel de regalo, junto a algunas frutas “para el camino” compradas en Mercadona, más el periódico, metido
todo en una bolsa de tela negra con asas. Con ésta eran ya cuatro los pequeños bultos
que completaban mi equipaje.
De esa guisa llegué a la Estación de Linares-Baeza a coger el tren de las
23:57 H. La presumible inminencia de la llegada del convoy me aconsejó desechar
la confortabilidad de la sala de espera y pasar directamente al andén.
La espera no llegó a los
diez minutos, sentado en un banco metálico repelentemente frío, observado con
indiferencia por no más de una docena de presuntos viajeros.
A lo lejos, con toda la
tenue claridad que puede ofrecer una noche oscura y con una puntualidad rayando
en la británica, ya se divisa el potente faro de una mastodóntica máquina
locomotora que, cual ojo mágico, abre camino e ilumina el interminable chemin de fer.
Con aire arrollador, que
invita al abordaje camino de nuevos mundos, ese armonioso mazacote de hierro y
ruidos detiene su marcha. Los escasos
viajeros tomamos casi al asalto la caravana para no consumir los pocos minutos
de parada.
Siguiendo las directrices de
las azafatas me dirijo al vagón de cola donde soy aposentado en una cabina
individual con cama. Todo un lujo comparado con aquellos trenes de los años
sesenta de tercera clase, con asientos corridos de listones de madera, conocidos
en Andalucía como el catalán y en
Cataluña como el sevillano y que parecían porfiar para batir el
record en los retrasos: seis y siete horas era algo normal.
Confortablemente acomodado,
perfectamente instruido sobre el sistema de apertura y cierre con tarjeta
electrónica del pequeño apartamento, me echo placenteramente sobre la cama para
tomar consciencia de la situación y evadirme de las preocupaciones y el ajetreo
sufridos. Para apurar los pocos minutos que quedan, antes de entregarme a los
brazos de Morfeo y una vez colocada cada cosa en su sitio y de tener
supervisado todo mi equipaje, demando información sobre la cafetería del tren y
allí me dirijo con toda resolución, satisfecho y orgulloso de sentirme con el
deber cumplido en una importantísima etapa del viaje.
Capítulo 2
Hacía ya más de media hora
que el tren había cogido toda su frenética velocidad. El coche-cafetería estaba
por el centro del convoy, por lo que para llegar a él tuve que atravesar,
tambaleándome, varios vagones casi a oscuras, pues la medianoche y el cansancio
se hacían notar en el pasaje. Pero a la “hora golfa” no le faltan adeptos y
allí estaban, desperdigados, cuatro insomnes usuarios apurando unos cafés en
animada tertulia. No fue difícil hacerme con un taburete giratorio y allí me
despatarré, con regusto y satisfacción, con los codos apoyados en el mostrador
y una coca cola en las manos; eso sí, ligh
A mi derecha, una pareja
joven se arrullaba sin mucho recato. Debió causarle alguna impresión mi
presencia que la chica comenzó a mirarme con poco disimulo. No quise entrar en
el juego del intercambio de miradas; pero, con el rabillo del ojo, seguía cada
uno de sus ademanes. Y uno, al que aún le queda algo de coquetería, sentía
cierto halagado por la deferencia.
Llegó un momento –quise
pensar- que la chica ya no pudo soportar mi indiferencia, y a bocajarro me
inquirió:
--
Oiga, ¿no era suya una bolsa negra que
estaba en el banco donde usted estaba sentado en el andén?
Sentí que todos los
demonios se apoderaban de mi ser. Giré el taburete como un torbellino y me
abalancé a la ventanilla que estaba a mis espaldas con la esperanza de ver aún
la bolsa sobre el asiento. Vana ilusión -lo sabía- pero necesitaba una
confirmación fehaciente y palpable del olvido. Pretendía, vanamente, en un
claro alarde de haber perdido la noción del tiempo y las distancias, ver la
desconsolada escena de la bolsa solitaria sobre el asiento “reclamando” a su
dueño. Me negaba a presentarme así ante mis hijas, con las manos en los
bolsillos, sobre todo ante mi nieta, contándoles la historieta de “la bolsa
perdida”, que más bien parecía tener todo el cariz de una trola indigerible.
Escudriñaba el otro lado
de la ventanilla, pero en aquella noche lluviosa, oscura como boca de lobo,
sólo reinaban las tinieblas y el monótono traqueteo de las ruedas sobre los
raíles. La frente pegada al cristal, con las palmas de las manos trataba de
impedir el reflejo de la luz interior, pero solo descubría los chorreones
inclinados de las gotas de agua al estrellarse sobre el plano trasparente de la
ventana.
A la chica de la pareja
debió preocuparle mi actitud y quiso ampliar aquella fatídica información:
--Un señor subió al vagón preguntando por el
propietario de la bolsa, pero nadie la reclamó como suya. Recorrió varios
coches, pero no apareció el dueño.
Pensábamos –así se lo hicimos saber- que quizá el dueño viajara en los coches
de los extremos, como parece ser su caso, pero nos respondió que el Tren iba a
emprender rápidamente la marcha y no quería quedar atrapado, abandonando el
vagón a toda prisa.La escuchaba atónito, con un profundo sentimiento de impotencia. Y, finalmente, la chica preguntó con un tono de conmiseración:
-- ¿Es que era suya la bolsa?
Sólo me quedó un soplo de
ánimo, el suficiente para responderle afirmativamente con toda cortesía y para
darle escuetamente las gracias.
Regresé como pude a mi
estancia, y –a esas horas- llamé a mi hijo que estudia y reside en Linares. Le
pedí, por favor, que fuera a la Estación en cuanto que amaneciera por si la habían
depositado allí. Su respuesta no dejaba mucho lugar a la esperanza, pues estaba
esos días liado de exámenes y no sabía cuándo podría pasarse. No concretó nada;
eso sí, me aconsejó que me olvidara de la bolsa y que no me amargara la vida;
que cuando llegara a Barcelona les comprara otros regalos, que además serían a
gusto de ellas.
Llevaba razón. No era hora
de hacer más cábalas, me puse los tapones de cera en los oídos, me acurruqué entre
las sábanas y forcé coger el sueño. Un sueño intranquilo, donde se sucedían
escenas de viajeros inseparablemente unidos a una bolsa negra cogida de las
asas: caminando por los andenes, en los bancos de espera, en las taquillas de
los billetes, en las escaleras mecánicas, en las cafeterías, en los taxis… Todos demostraban ser más
precavidos que yo.
Capítulo 3
Desperté por la mañana en
Barcelona. El desgraciado episodio de la bolsa ya pertenecía al pasado. Era
tiempo de afrontar con todo optimismo y alegría las próximas jornadas. El hecho
no me iba a amargar el encuentro con mis amigos y conocidos de la clínica
Barraquer; ni con mis amigas del hostal donde suelo alojarme, tan amables y
cariñosas que hacen sentirme como en casa.
La revisión del ojo,
rutinaria y sin más trascendencia, transcurrió según lo previsto: un recorrido
de consulta en consulta de varios especialistas, hasta que al final afrontas la
del doctor Barraquer, quien dictamina el plan a seguir a la vista de los
informes recibidos de los especialistas anteriores y de su propia exploración.
Todo ello en un ambiente exquisitamente amable y servicial, un dechado de
limpieza y pulcritud, con una ornamentación y decoración que denota el buen
gusto y donde destacan muy discretamente figuras de orden histórico-mitológico
de la cultura grecorromana
Causa cierta sensación de
pasmo y solemnidad la entrevista con Rafael I. Barraquer, más acusada en los
momentos que preceden a ésta, en una sala de espera de forma oval: es la
biblioteca de la clínica, generosamente dotada, ocupando dos pisos repletos de
volúmenes. La parte inferior, a nivel de suelo, está formada por vitrinas donde
se exponen fotografías con dedicatoria de personajes mundialmente conocidos -pacientes
de Barraquer- pertenecientes al mundo de la ciencia, las artes y la política.
Próximos a los focos de la elipse se encuentran sendos despachos donde pasan
consulta, respectivamente, don Rafael y don Joaquín Barraquer; éste último,
director de la clínica, que a pesar de su edad octogenaria aún mantiene la
actividad permanentemente. Llama la atención la apertura y cierre automática de
las puertas de los despachos, magníficamente ejecutadas en madera de caoba.
En mis viajes a Barcelona
se hace imprescindible una pequeña gira por las Ramblas y las callejuelas del Barrio
Gótico, la Catedral, Colón… y aledaños, recordando vivencias de aquellos tiempos
de la década de los sesenta cuando estuve residiendo en distintos puntos de Cataluña.
La reunión familiar con
mis hijas tuvo lugar en Reus, bonita ciudad –cuna de Gaudí y del general Prim-
que también me trae muy buenos recuerdos de aquella época, de cuando trabajaba
en las centrales hidroeléctricas de Riba Roja de Ebro y Mequinenza y más tarde
en las nucleares de Vandellós y Ascó. Entonces, en ocasiones, visitaba con mis
compañeros conocidos restaurantes de esta bella ciudad tarraconense. En esta oportunidad,
con mi familia, he vuelto a rememorar vivencias pasadas, degustando típicos platos
de la rica cocina catalana en conocidos restaurantes actualmente remodelados y
con caras nuevas.
Siempre me llamó la
atención la plaza del General Prim, marqués de los Castillejos, presidente que
fue del Consejo de Ministros en aquella España convulsa (¿cuándo no lo ha
sido?) de 1870, restaurador de la Monarquía tras la I República, asesinado el
27 de diciembre de 1870, precisamente, el mismo día que el nuevo monarca,
Amadeo I de Saboya, pisaba tierra española. Recientes autopsias han revelado que,
tras el tiroteo recibido por Prim, fue estrangulado.
En el centro de la plaza
se levanta una llamativa estatua ecuestre del General. En algunos balcones
cuelgan, actualmente, banderas independentistas catalanas. ¡Si Prim levantara
la cabeza…!
Finalmente, dado por
zanjado también el incidente de la bolsa negra, se impone coger el tren para
regresar a Úbeda.
El mismo sistema que el
viaje de llegada, pero a la inversa; es decir: coger el “catalán” -rememorando
la antigua denominación- que marcha con
dirección a Andalucía, con llegada a la Estación de Baeza sobre las siete de la
mañana.
Toda la noche en la
estancia adjudicada, no quise visitar la cafetería por temor a que surgiera un
nuevo percance que me amargara el trayecto. Y como siempre, me cobijé entre las
sábanas y esperé a que el revisor me diera el aviso de llegada
Capítulo 4
La Estación de Baeza cae,
siguiendo el sentido de marcha, a la derecha. Algunos viajeros ya habían copado
la puerta de salida. No quise precipitarme, puesto que aquí el tren suele hacer
cambio de máquina y se separan los coches que van para Granada de los que lo
hacen para Sevilla, con lo que la pausa puede superar los quince minutos.
Los viajeros vamos
saliendo displicentemente de los coches y se va produciendo la consabida escena
del recibimiento familiar. Algunos ya se habían adelantado y, entre ellos, una
pareja (hombre y mujer), de edad “casi” avanzada, se había instalado en aquel
dichoso banco donde dejé la bolsa olvidada unas noches antes.
Para mi sorpresa,
descubro, junto a ellos, una bolsa negra con asas, idéntica a la mía, con el
mismo escandaloso anagrama de un conocido hipermercado y en la misma posición
que la dejé.
Caminé en aquella
dirección sin quitar la vista de la bolsa ni a ellos. Debo admitir que, a pesar
de la nimiedad, me dio un vuelco el corazón.
--Esa bolsa es la mía” - dije para mis adentros-.
--Esa bolsa es la mía” - dije para mis adentros-.
Y empecé a esbozar algunas
hipótesis buscando la realidad de lo sucedido: La bolsa ha podido permanecer en
el mismo sitio y pasar desapercibida un par de días, máxime cuando la
meteorología ha venido con tiempo frío, lluvioso y bastante desagradable, dando
lugar a una considerable disminución del tránsito de viajeros. También pudo
resbalarse hacia la parte posterior del asiento, desapareciendo de la vista
somera del gran público, hasta que estos señores se han sentado a descansar, la
han descubierto y se han apoderado de ella.
Al llegar a su altura, la mujer salió a mi
encuentro con una actitud que adiviné interrogante: --Oiga…, perdone, ¿va usted a Úbeda?
Mi afirmación, aunque un
tanto robotizada debido a que toda mi atención estaba centrada en la bolsa,
iluminó de alegría el rostro de la dama, que de nuevo me interpeló:
--Es que…, verá…, nosotros también vamos a Úbeda…, podíamos juntarnos, sacar un taxi y compartir los gastos.
--Es que…, verá…, nosotros también vamos a Úbeda…, podíamos juntarnos, sacar un taxi y compartir los gastos.
--Ni gastos ni nada –contesté con cierto énfasis-, nos vamos en mi coche. Ya hemos hablado por teléfono mi hijo y yo y ha quedado en venir a recogerme. De modo que, cojamos nuestras pertenencias, y vamos a buscarlo. Estará entre la gente.
--¡Pepe…, tráete los otros paquetes! ¡Ah…, y no te olvides de la bolsa negra!
Me puse junto a la mujer,
caminando codo con codo, con la intención de cerciorarme sobre el verdadero
contenido de la bolsa. A simple vista coincidía casi en su totalidad: unas
cajas cuidadosamente envueltas en papel de regalo, unas frutas, un periódico….
Eran ya demasiadas coincidencias.
La dama se percató del interés
que en mí despertaba la bolsa, y se creyó, por deferencia, en la obligación de aclararme:
--Aquí llevamos unos regalillos para mis hermanos… Ya sabe… siempre que venimos se portan muy bien con nosotros y hay que tener un detalle. Llevamos también fruta para el camino… ¡Ah…la fruta…! cuando éramos jóvenes y viajábamos, hace cincuenta años, echábamos chorizos, tocino, la bota de mi marido y un buen pan del pueblo. Hoy ya ve…uvas y unos kiwi, que van muy bien para el tránsito intestinal
--¿Habrase visto morro como el que tiene esta pareja? –pensé-. Esto es el colmo, encima de que los llevo gratis a Úbeda, se quedan con mi bolsa y se comen la fruta. A este par de granujas les paro yo los pies.
En ese momento, entre las
cabezas de los viajeros, descubro a mi hijo, sonriente, que me muestra en alto
una bolsa negra cogida de las asas. Nos aproximamos rápidamente y me cuenta:
--Papá, he preguntado por ella y me la acaban de dar en la Jefatura de Estación. Me han dado todo tipo de explicaciones, han sido muy amables. Aquella noche de tu marcha la recogió el guardia de seguridad, recorrió varios vagones preguntando por el dueño y no apareció, entonces la depositó en la Jefatura. Un empleado de Renfe, que iba en el Tren, hizo las gestiones oportunas al llegar a Barcelona, en Objetos Perdidos; desde allí comunicaron con estas dependencias y todo quedó bajo control. He estado mirando su contenido y está todo según me dijiste; incluso la fruta se ha mantenido bien, el tiempo frío ha contribuido a su conservación. Aquí la tienes, papá, quédate descansando y vive tranquilo. Y ahora vámonos que tengo clase a primera hora y tengo que prepararla.
--Papá, he preguntado por ella y me la acaban de dar en la Jefatura de Estación. Me han dado todo tipo de explicaciones, han sido muy amables. Aquella noche de tu marcha la recogió el guardia de seguridad, recorrió varios vagones preguntando por el dueño y no apareció, entonces la depositó en la Jefatura. Un empleado de Renfe, que iba en el Tren, hizo las gestiones oportunas al llegar a Barcelona, en Objetos Perdidos; desde allí comunicaron con estas dependencias y todo quedó bajo control. He estado mirando su contenido y está todo según me dijiste; incluso la fruta se ha mantenido bien, el tiempo frío ha contribuido a su conservación. Aquí la tienes, papá, quédate descansando y vive tranquilo. Y ahora vámonos que tengo clase a primera hora y tengo que prepararla.
Me ayudó a recoger el equipaje
y, fijándose en la pareja que me acompañaba, preguntó:
--Papá, ¿quiénes son estos señores?
--Papá, ¿quiénes son estos señores?