Más sobre el Miedo


                       MÁS SOBRE EL MIEDO
He vuelto a leer el escrito “Los miedos en la vejez” de Blas Lara, porque describe una situación en la que, con bastante probabilidad, nos vamos a encontrar, si no es que nos encontramos ya, más de uno de los que somos asiduos de esta página. Debido a su importancia quiero hacer una nueva intervención porque me parece que en mi escrito anterior he cargado más el tono en hacer una descripción de lo que entiendo, experimentalmente, como miedo y he pasado de puntillas sobre algún antídoto para combatirlo. En este sentido, me parece muy acertada la intervención de Dionisio: “Cuando, en lugar de miedo, teníamos fe”, que, como vemos, aborda el tema desde la posición firme en la fe.

Creo que ha acertado del todo porque ese es el factor fundamental: Fe en nosotros mismos; en la seguridad y la confianza que nos da nuestra labor diaria, sea la que fuere; en nuestras obligaciones familiares y de todo tipo; en nuestro proyecto de vida... El proyecto de vida es algo que nos debe acompañar mientras respiremos, siempre hecho con entusiasmo, con afán de superación y con verdadero enamoramiento. No nos debe preocupar tanto la pérdida de facultades físicas, al fin y al cabo el hombre es algo más que unas manos, o que unos pies, o que unos ojos, o que unos oídos... El principal órgano del ser humano es el cerebro. Siempre nos quedará la solución de pensar en lo hecho y en lo que queda por hacer y diseñar un plan de acción, y ahí hay un campo infinito. Está bien rodearse de alguien, de tener apoyos; pero lo importante es tener la confianza propia porque los apoyos siempre tienen sus limitaciones y sus fallos.  En definitiva, se trata de vivir, de tener fe en la vida, porque la Vida es Dios que llevamos dentro.
Los artículos de Blas que aparecen en “Apuntes filosóficos” siempre me han parecido muy interesantes, maravillosos. Cuando por diversas razones he tenido que viajar y estar varios días fuera de mi casa, he llevado impresos sus artículos para releerlos a placer. Esto es algo que debes saber, amigo Blas, para que no dejes de publicar tus artículos, para poder seguir haciendo el bien a muchas personas, como así me consta.

Y vuelvo con el amigo Dionisio para celebrarle su estupendo artículo en el que, a pesar de la seriedad del asunto, no le falta su toque de humor. A propósito, me he quedado con la duda de saber si esa pequeña “maldad” de quedarse con la peseta de la lotería se la confesó al padre Marín, aunque no voy a insistir porque forma parte del secreto de confesión.
Manuel Almagro Chinchilla


Y como se está hablando de la fe; o mejor dicho, de la inconsistencia de ésta  como soporte fundamental donde se sustenta el Miedo, quiero transcribir un magnífico artículo: “Dios rompió su silencio”,  de un prestigioso doctor en Filosofía, Javier Gomá Lanzón, aparecido el pasado día 24/12/2011 en el diario ABC en la famosa “Tercera” página


                                      DIOS ROMPIÓ SU SILENCIO

La palabra que describe el estilo de Dios en su relación con el mundo es “desconcertante”; ¿quién no ha sentido eso alguna vez?

Cuentan los evangelios  que, cuando Juan bautizó a Jesús, descendió una paloma sobre éste, se abrieron los cielos y una voz dijo: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. Bajo el ropaje de la alegoría, se adivina en esta escena una decisiva intuición, por parte de Jesús, de Dios como Padre. Tras el bautizo, Jesús inicia su ministerio anunciando la llegada del reino. La revelación de la paternidad de Dios y el comienzo de su actividad pública se hallan, pues, estrechamente entrelazados.

Mientras que el Antiguo Testamento muy raramente y solo con muchas precauciones se refiere a Dios con la palabra Padre, Jesús hizo de ella su designación favorita. Más aún, lo invocó como Abba, voz aramea que denota confiada proximidad a Dios, un tratamiento demasiado atrevido y familiar para el judaísmo antiguo. Jesús anuncia al Dios bíblico, pero también a un Dios diferente. Ni el Dios de justicia que bendice a los santos y maldice a los impíos -todavía el del Bautista-, sino un Padre que se compadece de sus hijos, justos o injustos, y siente una inmensa preferencia por pobres y pecadores.

Jesús, un hombre ya maduro, tiene la experiencia suficiente para constatar el doloroso contraste existente entra la paternidad del Abba benevolente y la cruel injusticia del mundo con sus hijos, que sufren y mueren sin esperanza. Su Padre pronuncia un “no” radical al triste, trágico destino de los hombres. Es esa insoportable discordancia entre el Dios compasivo y la realidad del mundo injusto la que impulsó al galileo a formarse la convicción inquebrantable de que Dios iba a intervenir de forma inminente en socorro de los hombres. Predica el reinado de Dios, una transformación apocalíptica de las estructuras del viejo mundo para acomodarlo a la naturaleza bondadosa de Dios. Mientras sus palabras se remiten al reino futuro, sus acciones muestran sus efectos operando ya en el presente. Las parábolas hablan de la proximidad de un nuevo cielo y una nueva tierra para los cansados y agobiados de este mundo; pero ese acontecimiento futuro se anticipa ya mediante la praxis de Jesús con enfermos y pecadores; a los primeros los cura aliviándoles el dolor; a los segundos los recibe en su mesa; hay que tener en cuenta que la comensalidad, en Oriente, vale por toda una declaración de fraternidad sin necesidad de perdón explícito. El Espíritu que había hablado por los profetas hacía ya siglos que permanecía mudo y el pueblo judío lamentaba la larga lejanía. Ahora iba a actuar de modo definitivo. “El tiempo se ha cumplido y está llegando el reinado de Dios” (Mc 1,15) son las primeras palabras que se han conservado de la predicación del profeta de Galilea.

Ahora bien, el reino no llegó como Jesús predijo, coinciden los exégetas, ni tuvieron lugar los anunciados acontecimientos apocalípticos (Mc 13). Vemos cómo en el huerto de los olivos, presa de angustia, todavía imploró la intervención de Dios con su afectiva invocación de siempre, recordándole que, además de bueno, es poderoso “¡Abba! Todo es posible para ti. Aparte de mí este cáliz” (Mc 14,36). Y sin embargo, el Dios omnipotente no actuó, no intervino, no lo salvó. Al desmentido histórico de su anuncio le acompañó el aparente fracaso de su misión: Israel rechazó su oferta de gracia. Y en el colmo de la desolación, su Padre lo desautorizaba a la vista de los hombres dejando que muriera joven en una forma ignominiosa para la ley judía: “Maldito de Dios el que cuelga de un madero” (Dt 21,23).

Es como si lo que Jesús hubiera aprendido en el bautismo constituyera solo la primera parte de una lección  y le faltara todavía la segunda, que solo se le reveló instantes antes de morir: que Dios es compasivo, pero también silencioso y oculto. Y así el hijo, que en su juventud “iba creciendo, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52), en su madurez “aprendió sufriendo a obedecer” (Heb 5,8). En la agonía de la cruz, el profeta gritaría ese porqué interrogante  que todavía despierta un eco en los corazones de todos los hombres: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Más que nunca Jesús fue entonces un ecce homo, figura corporativa de la humanidad doliente.

Dios es Dios y el mundo es el mundo. El mundo es mundano, y esto quiere decir que tiene sus reglas autónomas que Dios no altera. Este es el gran descubrimiento de la secularización, un venturoso fenómeno moderno que proporciona indudables ventajas para la imagen de Dios porque la exonera de ese sobrenaturalismo inflacionario que quiere ver en casi todas las vicisitudes de la experiencia, desde la victoria militar en las guerras hasta la recuperación de un botón perdido en casa, la intervención de la mano providente de Dios. Dios actúa en el corazón del hombre, no en los hechos mundanos de la experiencia. Dios no intervino en Auschwitz simplemente porque nunca interviene en la exterioridad material del mundo, ni siquiera para salvar del patíbulo a su hijo predilecto. Esta conclusión libera a Dios del reproche de arbitrariedad respecto de un comportamiento que, según la hipótesis inflacionaria, interfiere unas veces sí y otras no en el orden de la experiencia aplicando en ello un criterio de todo punto incomprensible y hasta ofensivo para las víctimas de la injusticia del mundo.
La palabra que describe el estilo de Dios en su relación con el mundo es “desconcertante”: ¿quién no ha sentido esto alguna vez? Moisés guió hasta  la tierra prometida a los judíos, pero después Israel fue sometida por los imperios vecinos; Jesús proclamó su gran cambio escatológico, pero el mundo sigue aparentemente igual: los hombres sufren y mueren como antes.

Unamuno solía citar a Senancour: “SI nos está reservada la nada, hagamos que ésta sea una injusticia”. La muerte de un hombre es siempre una injusticia; la de un hombre bueno, una injusticia lacerante; la del galileo –un hombre tan perfecto como solo un Dios puede serlo-, una injusticia absolutamente insoportable para el Padre, una contradicción consigo mismo. Y, por eso, en un momento culminante de la historia, ese Dios desconcertante rompió su silencio y, por fin, actuó: removió la piedra del sepulcro y despertó a su hijo de entre los muertos. Una acción, conviene destacar, no dentro del mundo, sino a continuación del mundo. Desde entonces, el mundo visible ya no tiene el monopolio de la realidad porque, allende sus fronteras, Dios ha creado para los hombres una esperanza: si ha impedido que se perdiera en la nada el mejor de nosotros, los demás de la especie esperamos seguir algún día el mismo destino. Una nueva providencia para este mundo se hace posible, una que más que alterar el curso de los hechos los convierte (por tristes y trágicos que sean, incluyendo la propia muerte)  en ocasión de más esperanza dentro de nuestro corazón. Esta es la Navidad que hoy celebramos. Nuestro viejo mundo, lector perplejo, sigue sin  tener solución, pero ahora tiene salida.

Irónicamente, Alfred Loisy escribió: “Jesús predicó el reino y vino la Iglesia”. No es cierto. Jesús predicó el reino y vino la resurrección, consumación definitiva del reino.

Javier Gomá Lanzón  (Publicado el 24/12/ 2011 en la “Tercera” de ABC)

Cuidado con el Miedo, mejor no tentar al diablo


                        Cuidado con el Miedo, mejor no tentar al diablo

En la página web, aasafaubeda.com, mi amigo Blas Francisco Lara Pozuelo escribía un artículo: "Los miedos en la vejez". De este modo abría un debate en el que pedía colaboraciones a los lectores de la página. Ésta es mi aportación:

Bien difícil lo pones, amigo Blas, al menos a mí, para hablar del Miedo. Y quiero escribirlo expresamente con mayúscula, al menos en este escrito, porque realmente es algo singular y también para distinguirlo de ciertos  temores más o menos acentuados que comúnmente llamamos miedo.

El presidente norteamericano, Franklin Delano Rooselbert pidió desterrar del vocabulario dicha palabra y no desaprovechó la ocasión en sus discursos para dejarla postergada. A lo largo de su dilatada carrera política (el único presidente en la historia elegido en cuatro mandatos) tuvo que plantarle cara a difíciles situaciones que verdaderamente  podríamos calificarlas de  pavorosas, como la Gran Depresión de 1929 y la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, famosa es su sentencia: “Sólo hay que tenerle miedo al miedo”. A propósito de tal cita, viene más que pintado que tomemos buena nota de ella, sobre todo los políticos,  en estos tiempos que corren en los que  algunos analistas han calificado a la actual crisis económica como “más grave” que la del 29.  Pero para hablar del Miedo sería conveniente tener una definición del mismo. Y he aquí la dificultad que decía al principio, porque creo que lo que conocemos son sus efectos, pero no su esencia metafísica. Sabemos de las reacciones fisiológicas que se originan en el ser humano, también en los animales, cuando nos enfrentamos ante situaciones que juzgamos críticamente peligrosas: se eriza el cabello, se dilatan las pupilas, aumenta el ritmo cardíaco, sube la adrenalina, se estiran los labios con el acto-reflejo de mostrar los colmillos, se producen escalofríos, sudoración acentuada…. Están documentados casos de condenados a muerte a los que sólo en 24 horas, las previas al cumplimiento de la sentencia, les ha cambiado la pigmentación del cabello, tornándose completamente canosos. Así mismo hemos de recordar lo que se puede leer en los Evangelios sobre Jesucristo, en los momentos anteriores a su prendimiento en el Huerto de los Olivos, en los que se dice que “sudó sangre”.

Soy incapaz de definir el Miedo porque no lo he vivido en plenitud, es abstracto y entra en el terreno de la metafísica; pero sí he estado en los umbrales y he visto su “humareda”. Es  la desazón de sentirse impotente para superar una situación que vemos nos agobia fatalmente,  asociado a la pérdida de facultades, y a la soledad y al abandono más crueles y absolutos. Circunstancias, éstas, que se suelen dar con más facilidad en la vejez, aunque no necesariamente en ésta. Es la pérdida de la esperanza y la carencia de todo bien, es tener plena consciencia de vivir en la amargura de un continuo sin vivir con la sofocante perspectiva del infinito. Es la antítesis de la vida y de la existencia.

Se nos ha dicho que el Infierno no es otra cosa que la ausencia de Dios, con lo cual entramos en la eterna dicotomía: el bien y el mal, la existencia y la nada, la luz y las tinieblas. Si la Vida no es otra cosa que Dios al que llevamos dentro, el Miedo es el Maligno que nos acecha.    

Mucho cuidado con frivolizar con el Miedo, mejor no tentar al diablo. Rooselbert sabía muy bien lo que decía.

Manuel Almagro Chinchilla