Cazorla…, mi Universo
Cómo pasa el tiempo... Hoy he estado en Cazorla unas
pocas horas, pues no era buen día para andar por la Sierra y decidí husmear por
esas callejas maravillosas con olor a pueblo serrano. Como mucho alejarme del
casco urbano llegué hasta el Santuario de la Virgen de la Cabeza, cuestas
arriba agotadoras para el cuerpo y gratificantes para el alma, desde donde se
domina toda Cazorla: el castillo de las Cinco Esquinas y el de la Yedra, San
Isicio, la Loma, la Campiña, el Valle…, y en el horizonte: Úbeda, Baeza,
Sabiote, Iznatoraf…
Hacía mucho frío, no estaba nublado y la Sierra vestía el
blanco de una nevada tardía. Me quedé a comer en el pueblo, desechando el
austero y preceptivo menú de la mochila que cansinamente se repite cada día de
marcha. “Total un día es un día –me dije- y no hay nada mejor que encontrarse
la mesa puesta con un menú serrano, un buen vaso de vino tinto y prescindir de
fregar platos. Que me lo pregunten…”
En el sosiego de la sobremesa pensaba, como casi
siempre que intencionadamente busco la oportunidad, en aquellos tiempos que
viví aquí, veinticinco años, desde que llegué a Cazorla en 1983 hasta que abandoné
Pozo Alcón en 2008. Tiempos en los que hacía frecuentísimas marchas por la
Sierra en invierno y en verano, desafiando fríos, calores, nevadas, rayos y
también miedos…, muchos miedos; cobijándome de la adversidad y de las
inclemencias bajo cualquier abrigo rocoso, donde he tenido que pasar más de una
noche.
Descubrí que la Sierra incitaba mi afán de aventura, me
acrisolaba en lo físico y me henchía el alma, llegaba a la sensación de
plenitud, era como encontrar algo que siempre estuve buscando, sin más límite
que el cielo, el Sol y la Luna. Incontables parajes inéditos, abruptos y de
difícil localización incluso para bregados montañeros, he tenido el privilegio
de retenerlos para la posteridad en mi cámara de fotos. Aunque tenía como más
importante la absoluta necesidad de guardar todas esas vivencias, que bien iba
buscando o me salían al paso, en el “archivo” personal blindado que traspasa la
mochila y solemos llevar en lo más profundo del conocimiento, para disponer de él
en un futuro que irremediablemente debía de llegar.
Es una época a la que me resisto contemplarla en pasado
y no quiero pensar que no volverá. No sé cómo he dado lugar a esta ausencia tan
prolongada, ni sé cómo he estado para dejar el piso que le tenía alquilado a
Sisita, con unas vistas panorámicas excepcionales, como creadas expresamente
para un cuento de hadas, del castillo de la Yedra y que se podían contemplar
incluso metido en la cama. Qué buenos
recuerdos tengo del piso y de la dueña, nos profesábamos recíprocamente un amor
sincero, fraternal y desinteresado. Cómo
olvidar aquellos tiempos vividos con Ana, cabalgando juntos con fulgurante
pasión por los más alejados y fantasmales confines del universo de nuestro amor
serrano.
Pero inexorablemente el tiempo pasa y pesan los años,
las precauciones ante un accidente en solitario se extreman, la meteorología
adversa aparece ya como una barrera casi insalvable, dormir a la intemperie
teniendo por cabecera una piedra te parece ya una locura… Las circunstancias
son otras; y, sobre todo, pesa el condicionante de que la familia… es la
familia.
El pasado ya no se puede reconstruir. La historia no se
repite, reporta experiencia y madurez. Sisita
murió y sus hijas no son como ella; que Dios la tenga en su Gloria, jamás la
podré olvidar. Y Ana vive en la volatilidad de la lejanía de un imborrable
recuerdo, añorando, como yo, una senda perdida que no se ha podido recuperar.
Todo esto tiene como hilo conductor la Sierra. Es el
eje sobre el cual gira la historia de estos recuerdos. Viendo estas líneas me
viene a la mente que podría escribir los relatos sobre aquellas marchas por la Sierra,
agotadoras, desconocidas, arriesgadas, expectantes… que se han ido acumulando
con el paso del tiempo y que ahora reposan en ese “archivo” esperando que
llegara aquel futuro que veía lejano y que ya se ha tornado en presente.
La nostalgia no es buena compañera de aventuras y menos
en el mundo que se me abre ahora. Un mundo nuevo, inexplorado, inmenso,
inagotable, que traspasa aquella conocida frontera del cielo, el Sol y la Luna,
y que alguien me ha llevado de la mano hasta el umbral:
“Mira en tu interior y verás el
Universo”
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