Los
miércoles, macuto (2)
Como iba diciendo, con mi amigo Juan Maldonado compartía
la afinidad del delirio por la política y casi ninguna más. Al menos no lo
recuerdo participando activamente en la otra gran pasión que sentí: el deporte,
donde la coincidencia era mayor con otros compañeros. Estábamos agrupados en
equipos. Yo pertenecía a los Cruzados, que lideraba Juan Cabrerizo Turón y
recuerdo que dábamos sopas con honda (perdón por la inmodestia, pero era
cierto) a Javieres, Loyolas y hasta al mismísimo potito que se presentara.
Aunque en nuestro argot de compañeros, y para ponerle cara a los contrincantes,
estaban rebautizados como: los bermúdez,
los ballestas, los berzosas….
Un destino largamente acariciado me llevó al equipo
titular de fútbol; pero la ausencia en entrenamientos imprevistos, dada mi
situación de externo, no estaba justificada y fui sustituido por Quini, un
hecho que me costó noches de insomnio y largas pesadillas; en cambio, en las
pruebas de atletismo, el éxito o la derrota era una cuestión puramente
personal.
Los recreos de la tarde transcurrían ocupados en el
desarrollo de aquellas expectantes liguillas, en campos de deportes un tanto
áridos y polvorientos. Se nos hacían un poco largos, hasta ver llegar a los
encargados de la merienda con la talega del pan y la caja de queso americano,
un lácteo foráneo que terminó eliminando al autóctono y apreciado pan de higo.
Los días de nieve, aunque muy excepcionalmente, nos
quedábamos en clase, donde tenía por vecinos de pupitre a Gabriel Martínez
Cardosa, Paco Molino y Manuel Rojo, excelentes comunicadores (a hurtadillas) e
inmejorables compañeros, en ocasiones comprometidas. El padre Galofré, de
triste recuerdo para mí, dotado de una especial versatilidad y un pragmatismo
tal que lo mismo le predisponía a cantar misa (cosa que no llegó a hacer) que a
vender ollas a presión, nos contaba batallitas, entre las que tenía
predilección por Pescadita; una labor
en la que se desenvolvía con la misma soltura que, cámara en ristre, hacía
fotos cual contumaz aprendiz de reportero de las más llamativas eventualidades
de cualquier momento dado con su vieja e inseparable máquina con flax de
cazoleta.
Corría el año 1957, el cual marca el último de mi
estancia en la Safa y el primero de mis estudios en la Escuela de Maestría
Industrial de Úbeda. Un cambio de centro educativo motivado por una acción, un
tanto arbitraria del padre Galofré que, aún hoy, no le he encontrado
explicación alguna a la causa que le llevó a ese proceder, una de esas
incógnitas que suele acompañar a algunas personas hasta la tumba. Trataré de
resumir: cierto es que Galofré era proclive a rodearse de un contado número de
alumnos, cierto también que no conseguía disimular el rechazo que sentía por
otros. Yo estaba en el segundo grupo y así lo hizo patente a lo largo de dos
años. Al final, un mes antes de los exámenes de fin de curso, me lanzó la
sentencia: “En todas aquellas asignaturas, que yo forme parte del tribunal, te
voy a suspender”. Lo cumplió a pie juntillas, llegué a mi casa con siete
suspensos. Además, no se conformó con eso, en el boletín de notas añadió la
siguiente coletilla: Debido a su mala
conducta, no podrá pasar a Profesionales.
El drama en mi casa fue indescriptible
Seguiirá
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